lunes, 19 de marzo de 2018

Uz


Lanzamiento de mi novela Uz

(Diseño de tapa: Alejandro Fuentes)
Y al final, me decidí por la autoedición. 
No puedo decir que deambulé con mi manuscrito por decenas de editoriales. Simplemente me tentó la idea de publicar en Amazon. La autoedición y el formato e-book viene con fuerza y cambiando los paradigmas de publicación. En algún tiempo, pienso editarlas en papel, formato al que todavía prefiero, pero esto lo considero como un arranque. Veremos qué pasa. Por lo pronto me gustaría hablar de mi libro.
En principio, quiero aclarar que Uz es una novela de algo más de mil cien páginas, dividida en tres libros. Y por eso de que «El que avisa no… etc. », también aclaro que tiene una trama compleja. Aparecen muchos personajes y se producen saltos temporales, pero por otro lado, siempre está ocurriendo algo. Siempre hay algún personaje al que le pasa algo. Algo hace avanzar la trama, algún conflicto, chico o grande pero siempre lo hay.
A la novela, la trabajé durante años, párrafo a párrafo,  con esa maestra del lenguaje llamada Nomi Pendzik, esposa del capo del terror argento, Marcelo Di Marco.


Uroboros

Reconozco que esa complejidad hizo que me costara explicar de qué trata mi novela. Voy a tratar de hacerlo ahora. UZ tiene dos historias que se van fundiendo en una. La primera comienza durante el gobierno de Perón y la segunda unos años antes del comienzo de la Dictadura Militar. La segunda es trágica, porque la primera lo es. Me gusta la imagen del Uroboros envolviendo el hoy hasta no dejar ni un resquicio de escape.
Uroboros
En la contratapa de UZ, hay una pregunta que es clave para entender esta última afirmación: ¿Qué es el destino sino la huella de los antepasados? Siempre hubo en la humanidad el deseo de conocer el destino, como si estuviese escrito en algún libro.  Por mi parte, siempre creí que la fórmula para predecir el futuro está en el pasado y no en tratar de descubrir al poseedor del libro del destino. Algo parecido a la frase de Pierre Villar: «Hay que comprender el pasado para comprender el presente», pero no exactamente. Con fines artísticos, imagino a los personajes atrapados en huellas dejadas por las decisiones de sus antepasados. Y cuánto más importante el antepasado, más profundas esas huellas y más difícil de escaparse.

¿Vieron Volver al futuro? Claro ¿quién no? Maravillosa película. La vi mil veces. Viajar en el tiempo, poder cambiarlo y que la vida de los protagonistas mejore radicalmente con esos cambios. Pero podríamos ser un poco más filosóficos  y decir que la película (también) trata de cómo las decisiones de nuestros antepasados influyeron en nuestra vida.  A ver, en Volver al futuro, hubo (al menos) tres líneas temporales posibles: cada decisión tomada representaba que Marty McFly viviera como pobre, con una madre alcohólica y un padre pusilánime maltratado por su jefe. O directamente no haber existido porque su padre nunca se animó a conquistar a su madre. O bien, que su padre golpee a su compañero abusón,  tome confianza, se transforme en una persona exitosa y le dé a Marty un muy holgado estilo de vida americano.  A veces pienso que si al guion lo hubiese escrito Guillermo Arriaga, nos hubiese contado, sin viajes en el tiempo, a las tres historias con sus correspondientes finales, aunque con más drama y sangre. George McFly hubiese estado en coma y entubado tras el choque del auto y en lugar de la famosa trompada que cambia el destino, hubiese sido un escopetazo. Y aclaro que admiro profundamente a Guillermo Arriaga, solo quiero decir que la misma historia podría mostrarse de forma  más dramática.
¿Se entiende la idea? En UZ, la historia antigua condiciona la de la trama principal. La ambición, la pasión, la ceguera, la no acción de otra gente, conspira contra los amores, los sueños, la tranquilidad de un grupo de chicos de barrio que solo piensan en travesuras, en jugar al futbol,  en ser feliz con la chica o chico que aman, en poder formar una banda de rock.
Eso es Uz. Una historia trágica que engendra otra historia aún más trágica. Un Uroboros que a comerse su cola, deja sin salida a los que habitan en su centro.
Cuando planifiqué la novela, no pensaba escribir sobre la primera historia. Los protagonistas solo la referían, pero me pareció injusto: la historia de los antepasados es tan interesante como la principal. Así que decidí ir mostrando las dos en paralelo. Yendo hacia atrás o hacia adelante, según le convenga a la historia.

Los Azahares

Es el lugar donde transcurre la mayor parte de la novela. Barrio nacido de un loteo de obreros  en el cual viven muchos adolescente. Y donde hay adolescentes, siempre pasan cosas. En el capítulo Eucalipto Rock, una periodista, describe así al barrio:

Los Azahares es un barrio apacible y esa puede ser su principal fascinación o su mayor desencanto. Se percibe también que hay dos generaciones bien contrastadas. Es un barrio de obreros cuarentones y, por alguna fortuita razón, de muchos adolescentes. Y de adolescentes que se agrupan cuando los padres se descuidan, y se sabe que cuando los jóvenes se juntan, algo surge. Y entonces sí, ante una segunda mirada, una descubre que hay intersticios creativos en esa apariencia de calma, conspiraciones que de pronto emergen y quiebran la quietud.

Los Azahares tiene algo de idílico. Con sus plantaciones de mandarinos, sus árboles enormes, sus aromas y atardeceres increíbles. Allí pasan su niñez y su adolescencia casi todos nuestros protagonistas. Pero Los Azahares tiene también algo de paraíso perdido.

Uz

¿Por qué Uz? Porque esa tierra mítica es una metáfora precisa de los trágicos años de la dictadura militar. Uz era el país bíblico donde habitaba el buenazo de  Job.  Y por esas extrañezas que tienen los poderosos, Dios le permite al Diablo mortificar a Job para probar su fidelidad. Borges, admirador de esa historia bíblica, lo decía así:

Entonces Dios le permite a Satán que toque los bienes de Job; entre los bienes están los hijos también

Los hijos. Los bienes. ¿Les suena? El Diablo anduvo suelto en la Argentina y Dios hizo la vista gorda. Obviamente no hablo de Dios que siempre es tan mal interpretado, sino de los que mal lo representaron.
Los personajes de la novela viven esa infausta época de la historia Argentina.

Sebastián y sus amigos

En Los Azahares corretean Sebastián y su amigo Carlitos. Cerca vive Paula, la típica niña linda del colegio y eterna enamorada de Sebastián. Un día llega al barrio Daniel y Mariela, hijos de un oficial del Ejército con una notable carrera. Carlitos, el más simple de todos,  quiere conquistar a Mariela. Y un día llega Aníbal de Buenos Aires, para intentar aclarar una muerte relacionada con el pasado de los otros muchachos. Y más adelante Belén…y después descubren que… y después se enfrentan a… 

Nada hay nada más fuerte que una amistad. Y  Jesús dijo una frase parecida. Pero la amistad no es fácil. Hay situaciones que la ponen a prueba. El secuestro de uno del grupo, representa que cada uno tome posiciones distintas. La amistad se va agrietando y van surgiendo corajes y cobardías inesperadas. Eso es Uz. Una historia de barrio, inmersa sin quererlo, en la historia que hoy leemos en los manuales. Uz tiene algo de novela histórica, algo de relato de aventuras, de investigación, y de novela de iniciación. Está llena de citas y reflexiones metatextuales, por momentos «huele» a Borges, a Manzi, al Stephen King de El cuerpo (de la película Cuenta Conmigo), a Salinger, a los Beatles, al joven rock nacional…
Espero que la disfruten.

PD. Pueden comprar el primero de los libros en: https://www.amazon.es/dp/B07BFGWT5T
Haciendo click en la tapa, Amazon te deja leer las primeras páginas de la novela.









lunes, 6 de marzo de 2017

Humo sobre el agua

Hace varios años, a pedido de mi  querida amiga Nomi Pendzik escribí este artículo para  Fin, (diario informativo cultural, proyecto conjunto de elaleph.com y Taller de Corte & Corrección). Hace poco, al googlearlo lo descubrí publicado sin permiso alguno en varios sites, modificado, con agregados espantosos, sin citar fuente o autor y hasta con otras personas adjudicándose su autoría. Incluso hay un caso muy gracioso de un "apropiador" respondiendo preguntas sobre como se le había ocurrido el tema.
En definitiva, publico el artículo en mi blog porque si lo plagiaron algo acertado debe tener y antes de que empiece a dudar si realmente lo escribí yo .



Literatura light: humo sobre el agua



La apariencia es una injusticia (Sthendal)

El código light

Literatura light. Dos palabras que se han transformado en sinónimo de literatura de poca monta. Basta con pasear por cualquier foro literario para tropezar con ellas cientos de veces. Es una descalificación que se usa mucho y se explica poco, condenándola de esta manera al limbo de las frases hechas. Nos preguntamos: ¿qué es la literatura light? ¿Existe realmente o se trata sólo de un lugar común? ¿Cómo podemos reconocerla? ¿Un best-seller es siempre literatura light? Aunque, lamentablemente, no hay mucho de donde abrevar para tantas dudas, algo sí se puede encontrar en Internet. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, en una entrevista concedida a la Revista Ñ de Clarín el 05/02/2005, hace este sabroso comentario:
" Hoy en día está de moda un tipo de novela ligera, light. Si El Código da Vinci al final a ti te produce un extraordinario placer y lo que buscas son obras que sean equivalentes, entonces tú nunca vas a poder leer el Ulises de Joyce, nunca vas a leer a Proust, ni vas a gozar con Borges. Yo creo que esas otras lecturas en cierta forma te vacunan, así como las telenovelas te pueden cancelar completamente la sensibilidad para gozar de un tipo de teatro de gran refinamiento, por ejemplo. Porque esas obras, algunas muy bien hechas, que te capturan la atención muy rápidamente, son obras descomplicadas, que no ponen en ejercicio tu inteligencia ni tu capacidad de raciocinio, que no te plantean dudas o problemas. Son una agradable ensoñación, casi como tomarse un tranquilizante: te descansan, te sedan un poco, pero eso crea lectores pasivos, lectores que son los espectadores de telenovelas. ¿Qué inconveniente tiene eso?: que rápidamente puedes llegar a descubrir que si eso es lo que te interesa, entonces ¿para qué leer? Hay un cine, una TV que te da eso mismo. La buena literatura necesita lectores que sean activos, que estén dispuestos a enfrentarse a la complicación, que trabajen codo a codo con el autor, con su imaginación, con sus conocimientos, para poder disfrutar cabalmente la obra. Cosas como El Código da Vinci están totalmente reñidas con eso, es una literatura de otra naturaleza."
¿Interesante, no? Con esta tremenda opinión del maestro debería bastarnos. Pero seríamos contradictorios, porque, precisamente, una de las características de lo light es la falta de profundización. Además me voy a meter en problemas. Voy a disentir un poco: El código Da Vinci es una novela light, no hay dudas, pero no porque ponga o no en ejercicio tu inteligencia. Porque al fin, eso depende de cada uno y las complicaciones se la busca cada quien. Un lector avispado no se dejará deslumbrar por la primera teoría conspirativa que se le cruza, e irá a buscar el cuadro de La última cena La Virgen de las rocas para averiguar si Dan Brown le está abriendo los ojos o vendiendo un buzón. Profundizar o no profundizar, esa es la cuestión.
Reformulemos las preguntas entonces: siendo tan delicado el tema que trata El Código, ¿por qué Dan Brown lo expuso con tanta ligereza? (1) ¿Desidia o incapacidad? Otra cuestión: si el tema central de esta novela ya había sido expuesto en obras más ambiciosas, mejor documentadas y mejor escritas, ¿por qué aquellas pasaron desapercibidas y El Código sigue al tope de las más vendidas?
Con otra frase de la misma entrevista de don Mario podemos comenzar a esbozar las respuestas:
"Novelas como Los Miserables, como el Ulises de Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, o como Rayuela o Adán Buenosayres en la Argentina, donde hay casi una vida detrás volcada, eso no está de moda. Los escritores hoy están impacientes, escriben rápido, quieren tener éxito cuanto antes."
En esto sí estoy de acuerdo; y por ahí van los tiros: el auge de la literatura light surge de la adaptación del mercado editorial a una sociedad poco propensa a meterse en problemas. ¿O nunca oyó decir, con una lógica que parece irrefutable: ¡Demasiados problemas tiene la vida para complicarse con un libro de esos!?
Dos elementos confluyeron: un nuevo perfil editorial y una nueva cultura, la cultura light: dos caras del mismo fenómeno.

La mutación de las editoriales

En las dos últimas décadas del siglo pasado, las grandes editoriales (2) echaron a los Directores Creativos, buscadores de talentos, y los reemplazaron con profesionales del mercadeo. Al igual que la industria de la música años antes, el mundo editorial se adaptó al nuevo perfil de consumidores: aparecen las grandes cadenas de librerías, gana relevancia el diseño de tapa y las nuevas formas de promoción (como las giras de los autores). El libro se convirtió en una mercancía más.
Resulta paradigmático el caso de André Schiffrin. Director durante treinta años de la prestigiosa editorial norteamericana Pantheon Books para la que editó en los años 50 a autores de la talla de Boris Pasternak (Nobel 1958) o Giuseppe de Lampedusa, y en los '60 a Julio Cortázar, escribió La edición sin editores, un libro esclarecedor en el que denuncia la nefasta ?mutación? sufrida por el mundo editorial. El autor recuerda de esta manera la toma de decisiones en los ´50:
"En las reuniones editoriales, los editores discutían seriamente la mejor manera de presentar al gran público obras nuevas y difíciles. Por supuesto, se publicaban numerosas novelas de aventuras, policiales, etc. Pero también todo Faulkner, sin contar autores europeos como Malaparte y Pasolini. En el catálogo también se encontraba Martín Eden, un clásico radical de Jack London, hoy inencontrable, [?] muchos títulos del mismo nivel."
Pantheon Books fue adquirida luego por Random House (casualmente, la editorial de El Código Da Vinci), que a su vez fue comprada por el magnate S.I. Newhouse a principio de los '80. Newhouse, algunos años después, puso de presidente y, como se gusta decir ahora, de CEO a Alberto Vitale. ¿Un editor famoso? ¿Un literato? En absoluto: el tipo era un egresado de la influyente Escuela de Negocios Wharton (3), de la Universidad de Pennsylvania.
Un párrafo de La edición sin editores lo pinta de cuerpo entero:
"Nos presentaron a Vitale, no obstante, como un hombre sensible y cultivado, reputación rápidamente socavada por su insistencia en repetir que se encontraba demasiado ocupado para abrir un libro. Un
poco más tarde corregiría esta afirmación y admitiría que solía leer las obras de Judith Krantz, autora de best-sellers rosa de la editorial Crown·"
Schiffrin y sus colaboradores de años le presentaron a Vitali una lista de los libros que aconsejaban publicar, y...
"Durante una reunión decisiva pudimos constatar el abismo que nos separaba. Vitale pasaba revista a los libros que íbamos a publicar, lista de la que me sentía especialmente orgulloso. "¿Quién es este Claude Simon?", preguntó con desprecio, sin haber oído jamás de él. "¿Y este Carlo Ginzburg?" Observé que sus ojos se centraban primero en la parte derecha de la columna de cifras, y sólo después en los títulos de los libros."
Como agravante, creo que esto ocurrió (aunque no se aclara en el libro) después de que Claude Simon ganase el Nobel (1985). Y pensemos que el de Vitale era el puesto más importante de la edición estadounidense.
La mutación de Random House es un ejemplo perfecto (4).

Deslizándose en la superficie

En la cultura light no se profundiza; sólo se mantiene informado para tener opinión. Leer El Código Da Vinci es cool, pero ir más allá y meterse con El Péndulo de Foucault The holly blood and the holly grail (5) es ser un pesado. Podemos indignarnos por las injusticias, pero sin exagerar; y para nuestra tranquilidad siempre habrá alguien que nos palmee el hombro diciendo con conmiseración: "Bueno?bueno, no es para tanto". Leeremos a Osho, Coelho y Deepak Chopra, y nos mirarán como a seres iluminados, pero si nos pescan con La Biblia, el Corán o La Torah corremos el riesgo de ser tildados de fundamentalistas o ultra-algo. Podremos usar remeras de Cristo o del Che, con la condición de hablar sólo de las partes más glamorosas de sus vidas.
Estamos condenados a ser bichos de la superficie y a beber a diario una pócima mágica de cultura pasteurizada. La literatura light es una emanación de dicha cultura, y como el resto de las manifestaciones light, es liviana e insustancial. Como café sin cafeína, como medialunas de grasa sin grasa. Es un sustituto. Y no en vano comparten el calificativo con la comida light: hay cierta inocuidad en ambas; no parecen hacernos mal, su mayor mérito es no hacernos nada y pasar por nosotros sin pena ni gloria. Pero lo que puede ser bueno para alimentarse es malo para la literatura, qu e tiene que hacernos algo.
La mayoría de las novelas de hoy en día son elaboradas sin demasiado esfuerzo. Novelas anoréxicas, hechas por escritores despreocupados del uso excelso del idioma. Novelas a la medida de las editoriales modernas.
¿Los CEOs esperarían que Hemingway corrija más de 30 veces el final de Adiós a las armas? ¿A Tolkien, que tardó 12 años en escribir la prometida continuación de El Hobbit, o sea El Señor de los Anillos? ¿A Tolstoi reescribiendo por séptima vez La guerra y la paz? Es difícil imaginarlo. Las editoriales necesitan de escritores sin esas veleidades. Escritores rápidos, que hagan su trabajo sin volver atrás, sin corregir, sin refinamientos. El estilo que mejor sienta a este tipo de novelas es el informativo, correcto desde el punto de vista gramatical, pero hermano menor de la literatura.
Si el escritor light describe un crimen, le pone tanta emoción como la que podemos encontrar en una noticia de Reuter. En cambio, para un buen escritor, un hecho extraordinario es una fuente de sensaciones que intentará hacer llegar al lector usando todas las herramientas que le brinda el idioma. Herramientas que ha conseguido quemándose las pestañas, estudiando, leyendo, observando. Si este escritor no light, tuviese que describir, verbigracia, la inmolación de un miembro de Al-Qaeda en un lugar repleto de gente se desesperaría por buscar la manera de llevar al lector lo más cerca posible del hecho, de que huela el miedo, de que su corazón retumbe a la par del suicida; sentirá que las palabras no le alcanzan y usará comparaciones, metáforas, analogías, hipérboles. Este señor escritor querrá que el lector sienta que explota junto con el terrorista. Seguro que termina la noche alterado, pero sabiendo que lo hizo lo mejor que pudo, y con la sospecha de que ha dejado un pedazo de alma en ese texto. Y lo peor de todo es que en los días subsiguientes volverá sobre el escrito para corregirlo, para quitar lo que sobra, para buscar palabras más representativas. Y tal vez, hasta lo haga un bollo para volverlo a escribir.
El escritor light, en cambio, pintará un crimen sangriento con salsa de tomate y el muerto se levantará apenas el lector dé vuelta la hoja. Su editor-ceo le dijo que no puede esperarlo más: "¿Qué estás haciendo? ¿Corrigiendo el estilo? No, no. No pierdas tiempo en pavadas"
Además, posiblemente este escritor ya ha recibido un adelanto por su obra. O sea: ha vendido su alma al diablo.
Los buenos escritores sienten consternación cuando no pueden llevar el idioma hacia los límites. En la literatura light en cambio, no hay riesgos. No es casual que en dichas novelas casi no se encuentren metáforas. La metáfora, tal vez, sea el recurso literario más peligroso. Hallar una buena es encontrar una perla que embellece la prosa, pero deambula por ahí, al borde de lo posible, a un paso de desbarrancarse en el abismo de la ridiculez o del lugar común. Conrad se la jugaba así: "La niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las colinas"(6) Y Faulkner: "El sol era la boca roja y descendente de un horno; su sombra, que él creía perdida, se agazapaba a sus pies como un perro que trata de esconderse" (7). Nos puede gustar o no; pero es innegable que estos novelistas eran tipos osados. El escritor light, en cambio, es pusilánime.

Los buenos libros son una comida pesada

La literatura tiene que hacernos mal. No debería pasar por nosotros sin dejar vestigios. De hecho, creo que los libros que más recordamos son aquellos que nos hicieron mal; los que nos provocaron alguna reacción: el estómago contraído, la boca seca, los dientes apretados, un principio de taquicardia, la ansiedad que nos hace crispar los nervios, el insomnio, el sueño al día siguiente. Nos hacen mal al cuerpo... y bien al alma. Los buenos libros son así: nos maltratan, nos dejan tensos, nos agarran del cuello y no nos sueltan, nos exigen las neuronas, nos desvelan, nos hacen insultar al autor con una mezcla extraña de odio, admiración y envidia. Los buenos autores te secuestran, y te devuelven hecho una piltrafa.
Y, extrañamente, eso es lo maravilloso.
Aún me recuerdo leyendo El corazón de las tinieblas. Conrad, de la mano del capitán Marlow, me llevó a la selva, me hizo navegar por ese río espantoso, me hizo oler carne de hipopótamo putrefacto, me hizo quedar ciego flotando en un barco maltrecho mientras los salvajes aullaban a mi alrededor. Me hizo indignar, me hizo dar miedo, me hizo temblar y por poco, no me hace atravesar con una lanza. Conrad no tuvo piedad de mí. Y, sin embargo, sigo suponiendo que elevó mi alma.
Entonces, claro, dirá usted, un best-seller es un producto típico de las editoriales modernas; por lo tanto, un best-seller siempre es light.
Pero semejante simplificación sería una injusticia. Es cierto que el best-seller tiene su consigna psicológica negativa: hay que leerlo, no porque sea bueno, sino porque todos lo leen, como el tema musical de moda, que un día dejó de sonar en la radio y descubrimos que era insufrible. Sin embargo, ¿qué quiere que le diga? ¡Me parecieron tan buenas algunas novelas proclamadas como best-sellers! Por ejemplo, El Nombre de la rosa, de Umberto Eco. Es un libro maravilloso, difícil, intrincado, desafiante, que hay que leer con un buen diccionario al lado. Y fue un best-seller con ninguna de las características de una obra light.
Hay best-sellers que se prenden a la estela del éxito de algún otro, como el polvo que va dejando tras su paso El Código Da Vinci, con historias de templarios, cátaros y druidas disfrazados y el pobre Fibonacci condenado a ejercer como encriptador oficial de cuanto misterio ande dando vueltas. Hay best-sellers raros, como los de Umberto Eco. Los hay históricos, como El Quijote The catcher in the rye, que siguen vendiendo como si se hubiesen publicado el año pasado.
Y entre los raros actuales, está La sombra del viento, del español Carlos Ruiz Zafón.
Un best-seller cuyo éxito nació de recomendaciones de lector a lector. Cuesta creerlo, pero no hubo lanzamiento ni promoción. La editorial no le había visto potencial y, sin embargo, la novela ya fue traducida a treinta idiomas. Pero, aunque alentadores, esos son sólo números; y ese el punto: lo importante es que en La Sombra del viento se puede percibir un arduo trabajo de corrección de estilo, el esfuerzo que tanto se echa de menos en la mayoría de las novelas modernas. Y una muestra de que se puede hacer una buena novela y ser exitoso a la vez.
Tengo un recuerdo vívido: una vez me prestaron una novela. La leí en dos días: no porque fuese corta, sino porque me fue imposible dejarla. Eran las dos de la mañana, y el autor me clavó un dardo envenenado: a uno de los personajes, uno de esos a los cuales uno le toma cariño, lo muerde una hiena; y no cualquier hiena, sino una con rabia. El tipo se encadena y pasa los días con un amigo, atento a los síntomas. Horas interminables y de miedo. Parece que no pasará nada y sin embargo, un día, delante de su compañero ¡delante de mí, en realidad! mi querido personaje se transforma, me mira con ojos color sangre, como un muerto vivo, tironeando de la cadena cual animal furioso, grita, echa espuma por la boca, se revuelca y se arquea poseído por el demonio de la rabia y ¡crack!: su espinazo se parte en dos. Le juro que el ruido tronó en mi mente. ¡Por Dios! ¿Cómo dormir? Tres de la mañana y mi estómago como una bota vieja. Sin dudas, ese libro no fue una hamburguesa light, sino una comida con picante y grasa: Cuando comen los leones, escrito por un señor best-seller, Wilbur Smith. Si me hubiese guiado por mi animadversión hacia la etiqueta best-seller, me hubiese perdido de un momento inolvidable.
Por suerte, la literatura es tan impredecible y vital que a veces nos sorprende, y nos destroza los preconceptos, a los lectores y a los editores. Nosotros leemos a Wilbur Smith y nos quedamos con la boca abierta, ellos reciben millones de pedidos por La sombra del viento y se quedan con la boca abierta por los réditos de una obra que habían condenado al fracaso.

La delgada línea incolora

El mayor problema no es que haya tantos libros light, que siempre los hubo, aunque con otros epítetos. La gran estafa editorial de nuestro tiempo consiste en vendernos, mediante eficaces campañas publicitarias, literatura light disfrazada de Gran Literatura.
La línea que separa lo light de lo profundo es muy sutil; como la superficie del agua. Las editoriales tienen la habilidad, a veces admirable, de seleccionar libros que rozan esa línea. El Código Da Vinci se me antoja ahí, como humo sobre el agua, que parece húmedo, parece denso, pero en realidad se hace hilachas ante la primera brisa. De haber sido un poco más profundo posiblemente no hubiese tenido éxito; aunque tampoco si no tuviese la apariencia de Novela Culta que le han sabido dar. Y, en definitiva, esa es la palabra clave para un producto light consumado: apariencia.
Y todos sabemos lo que hacen las apariencias.
 Roberto Aranda

(1) Aranzazu Sumilla, consejera de edición de Umbriel Editores y quien aconsejó la publicación de El Código Da Vinci en España, lo defiende de esta manera: ?No se t rata de alta literatura y no se pretende tampoco que se considere como tal. Es un thriller comercial. Y como tal tiene que ser valorado?. Me saco el sombrero ante tanta sinceridad, pero lo cierto es que el libro se promociona como pleno de erudición y maestría.
(2) Es importante marcar esta diferencia, porque es en las pequeñas editoriales independientes donde aún se puede encontrar el espíritu primigenio, alejado del excedido mercantilismo.
(3) "La escuela de Wharton ha producido (sic) a fundadores y líderes de las compañías más grandes del mundo, jefes de estado, ganadores del premio Nobel, jueces de la Suprema Corte de los Estados Unidos, astronautas, y embajadores." (Extraído de Wilkipedia) Por ejemplo, Donald Trump es uno de sus tantos egresados notables.
 (4) La experiencia de Andre Schiffrin no es un caso aislado. Hay varios libros de viejos editores que denuncian lo mismo: La industria del libro (las memorias de Jason Epstein); El mundo de la edición de libros (Paidós), Lo peor no son los autores, Editar la vida, etc.
(5) Libro del cual Dan Brown tomó prestadas sus ideas.
(6) Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.
(7) Willams Faulkner, Ninfolepsia.

Publicado ortiginalmente en 
http://www.elaleph.com/fin/2006/05/77-literatura-light-humo-sobre-el.html

miércoles, 12 de marzo de 2014

Los zombis de Lampedusa


Hace unos días me re encontré con la hermosa Canción de Hollywood de Serú Girán. En su época más ácida; cuando Charly García ninguneaba a la meca del cine:

“luz de gas, el cielo es tan azul pintado,
la ciudad un decorado: vidrio, cartón y aserrín”

La letra describía al Hollywood de la época dorada, el de las grandes estrellas. Hoy el papel pintado se reemplazó con una pantalla verde más post producción por software.

Hollywood ha sido (y es) muchas cosas: entretenimiento   en estado puro, un ariete ideológico del imperialismo cultural norteamericano, un divulgador del American way of life, un formidable aparato de propaganda. Tan conscientes estaban los estadounidenses del poder de las películas, que ya en la década del 30, los productores de cine, se suscribieron al Código Hays; una serie de reglas restrictivas a las que se atenían para filmar únicamente películas que promoviesen los valores tradicionales de EEUU. Los cineastas se censuraron incluso antes de que el senador McCarthy confeccionara sus listas negras de cientos de actores, guionistas y directores, sospechados de filo comunistas.
Nada es inocente en la cuna del cine pero, justo es decirlo, nadie ha criticado a Hollywood de forma tan certera como Hollywood mismo. En pleno macartismo surgieron películas emblemáticas que hicieron alusión a lo que pasaba en las mismas entrañas del monstruo del séptimo arte. Un ejemplo de ellas es High Noon  de  Fred Zinnemann, conocida en nuestros pagos como A la hora señalada, con una inolvidable actuación de Gary Cooper y una bellísima Grace Kelly. El guionista fue Carl Foreman quien  eligió el género western para desarrollar una alegoría de la caza de brujas de McCarthy de la cual era víctima. Foreman estaba dolido porque sus amigos lo habían dejado de lado, lo habían abandonado cobardemente al enterarse de que integraba las listas negras de la comisión de McCarthy. En High Noon el comisario del pueblo interpretado por Gary Cooper se entera de que un peligroso preso que el mismo había mandado a prisión, regresa para vengarse. Para matarlo, por si no quedó claro. Todos dejaron sólo al comisario: su ayudante, el juez, el pastor de la iglesia, una ex amante, sus amigos que no entienden porque no huye y hasta su mujer (al menos al principio). Todo el pueblo le da vuelta la cara, como todo Hollywood le había dado la espalda a Foreman. Los mismos que hasta hacía media hora lo adulaban, lo abandonaron.
High Noon, aparte de una obra de arte, es una película de izquierda. Se dice que John Wayne y el director Howard Hawks se sintieron ofendidos, pues un sheriff no podía pedir ayuda ni demostrar miedo. 


 
La réplica de la derecha tardó siete años en llegar, pero fue una clara respuesta a la cinta de Zinnemann: En Río Bravo, dirigida por Howard Hawks, el sheriff encarnado por John Wayne se negó a aceptar la ayuda que le ofrecían una y otra vez en una situación bastante similar a la de High Noon. También es justo decir que se trató de una gran película.
Hollywood ha recurrido una y otra vez a las metáforas para expresar los miedos y las fobias que le provocaban los que ellos consideraban una amenaza. Y las amenazas han ido cambiando con el paso de los años: en la época de la guerra fría, cuando los norteamericanos sentían que los comunistas pululaban en cada lugar, cuando hasta Charles Chaplin tuvo que abandonar el país, hostigado por las acusaciones de ser un traidor comunista, hubo una película que, bien mirada con atención, refleja los miedos de aquella época: La guerra de los mundos.
Recordemos: era 1953 y nadie sabía lo que pasaba detrás de la cortina de hierro. ¿Qué tan avanzada era la tecnología de la URSS? ¿Qué armas poderosas habían  desarrollado? ¿Habían fabricado aeronaves capaces de surcar el territorio norteamericano de modo invisible? Y la peor pregunta de todas: ¿Nos atacarán en algún momento? En La guerra de los mundos el ataque llega a EEUU desde el cielo, desde  Marte, un planeta tan rojo como los malditos comunistas y con una tecnología ante la cual las armas del USA Army parecían de juguete. Es historia conocida la histeria colectiva  que provocó la transmisión radial de Orson Welles de dicha obra.
La  Guerra de los mundos fue una perfecta alegoría de la paranoia de los años 50.
En el 2005, Spielberg hizo una remake, con Tom Cruise como protagonista, cuando el miedo por el comunismo era apenas un recuerdo lejano. El enemigo era otro. Ahora aguardaba pacientemente enquistado en las mismas entrañas del país, como células dormidas, el momento de perpetrar un ataque. Así había ocurrido en el ataque a las Torres Gemelas. Así ocurrió en la película: el enemigo, un día cualquiera, tras hibernar durante años bajo tierra, recibe la orden de despertarse y emerger para atacar. La metáfora se adaptó a los tiempos para que pudiese tocar las fibras del nuevo  miedo norteamericano.


Hoy, con Bin Laden muerto, aquel miedo tiende a disiparse y Hollywood tiene un nuevo cliché: los zombis. Los hay por doquier y a veces cuesta entender tanta fascinación por una temática limitada y bastante menos artística que el western  o la ciencia ficción. Sin embargo, allí están. Los hay lentos como en las películas de George Romero o la serie Walking Dead; veloces y fuertes como en el film Soy Leyenda o muy ágiles y rápidos como en la reciente World War Z, en la que los muertos vivos forman enormes torres humanas capaces de sortear un muro colosal  y hasta derribar un helicóptero.
Esa escena, la de los zombis apilándose para ingresar a la fortificación donde los hombres sanos tratan de resguardarse, impresiona por su grandiosidad. El director muestra a los zombies de arriba y de lejos, para fortalecer la idea de una marea humana atacando la ciudad aterrorizada. Pero a la distancia, tan ágiles, tan desesperados, tan dispuestos a todo con tal de alimentarse, los zombis no parecían tales; parecían hombres comunes, hambreados. A la distancia, los zombis se ven como si fuesen pobres. Pobres que quieren a cualquier costo aquello que hay detrás de los gigantescos muros. Tal vez fue mi imaginación, pero desde entonces no puedo sacarme la idea de que hay una metáfora allí: la nueva paranoia son los pobres. Los que no pueden sortear los muros que separan la frontera de México; los que, en su desesperación, son capaces de amontonarse en una bodega de barco para llegar a la rica Europa. Por los que lloró el papá Francisco en Lampedusa, ciudad ante cuyas aguas murieron miles y miles de hombres movidos por la esperanza de una vida mejor. 

La crisis norteamericana hizo que quebraran ciudades como Detroit y que gente que hasta hace poco era de clase media termine viviendo en la calle. Esas personas que hasta ayer eran normales, con las cuales compartían cócteles  y barbacoas, ¿no se enfermaron de pobreza? ¿No pasaron a ser menos humanos? Y al ser menos humanos ¿tienen los mismos derechos que alguien que tuvo la virtud de sortear la crisis o estar del lado de los millonarios exitosos? Después de todo, los pobres son los parias del sueño americano.
Y la situación tiende a agravarse, porque si algo caracteriza al mundo globalizado, donde impera el neoliberalismo, es que cada vez los ricos son más ricos y los pobres se multiplican exponencialmente. Y no solo en África y México: ya se los ve en las calles de New York pidiendo una vida digna ante la mirada embebida en sorna, varios pisos arriba, de los millonarios amurallados de Wall Street.


La canción de Serú Giran termina asegurando que “Hollywood está desierto, tengo que volver al sol”. Más allá de que se trate de otras de esas metáforas geniales de Charly (la industria del cine es una gigantesca mentira, un artificio vacío), me gustaría decir  que Hollywood no parece para nada desierto. Todo lo contrario. Se ha superpoblado de zombis deseosos de comer gente normal, la última metáfora del cine.