Los zombis de Lampedusa
Hace unos días me
re encontré con la hermosa Canción de
Hollywood de Serú Girán. En su época más ácida; cuando Charly García
ninguneaba a la meca del cine:
“luz de
gas, el cielo es tan azul pintado,
la ciudad un decorado: vidrio, cartón y aserrín”
la ciudad un decorado: vidrio, cartón y aserrín”
La letra describía
al Hollywood de la época dorada, el de las grandes estrellas. Hoy el papel
pintado se reemplazó con una pantalla verde más post producción por software.
Hollywood ha sido
(y es) muchas cosas: entretenimiento en
estado puro, un ariete ideológico del imperialismo cultural norteamericano, un
divulgador del American way of life, un
formidable aparato de propaganda. Tan conscientes estaban los estadounidenses
del poder de las películas, que ya en la década del 30, los productores de
cine, se suscribieron al Código Hays; una serie de reglas restrictivas a las
que se atenían para filmar únicamente películas que promoviesen los valores
tradicionales de EEUU. Los cineastas se censuraron incluso antes de que el
senador McCarthy confeccionara sus listas negras de cientos de actores,
guionistas y directores, sospechados de filo comunistas.
Nada es inocente en
la cuna del cine pero, justo es decirlo, nadie ha criticado a Hollywood de
forma tan certera como Hollywood mismo. En pleno macartismo surgieron películas emblemáticas que hicieron alusión a
lo que pasaba en las mismas entrañas del monstruo del séptimo arte. Un ejemplo
de ellas es High Noon de Fred Zinnemann, conocida en nuestros pagos
como A la hora señalada, con una inolvidable
actuación de Gary Cooper y una bellísima Grace Kelly. El guionista fue Carl
Foreman quien eligió el género western para desarrollar una alegoría de
la caza de brujas de McCarthy de la cual era víctima. Foreman estaba dolido
porque sus amigos lo habían dejado de lado, lo habían abandonado cobardemente al
enterarse de que integraba las listas negras de la comisión de McCarthy. En High Noon el comisario del pueblo
interpretado por Gary Cooper se entera de que un peligroso preso que el mismo
había mandado a prisión, regresa para vengarse. Para matarlo, por si no quedó
claro. Todos dejaron sólo al comisario: su ayudante, el juez, el pastor de la
iglesia, una ex amante, sus amigos que no entienden porque no huye y hasta su
mujer (al menos al principio). Todo el pueblo le da vuelta la cara, como todo
Hollywood le había dado la espalda a Foreman. Los mismos que hasta hacía media
hora lo adulaban, lo abandonaron.
High Noon, aparte de una obra de
arte, es una película de izquierda. Se dice que John Wayne y el director Howard
Hawks se sintieron ofendidos, pues un sheriff
no podía pedir ayuda ni demostrar miedo.
La réplica de la
derecha tardó siete años en llegar, pero fue una clara respuesta a la cinta de
Zinnemann: En Río Bravo, dirigida por
Howard Hawks, el sheriff encarnado
por John Wayne se negó a aceptar la ayuda que le ofrecían una y otra vez en una
situación bastante similar a la de High
Noon. También es justo decir que se trató de una gran película.
Hollywood ha
recurrido una y otra vez a las metáforas para expresar los miedos y las fobias
que le provocaban los que ellos consideraban una amenaza. Y las amenazas han
ido cambiando con el paso de los años: en la época de la guerra fría, cuando los
norteamericanos sentían que los comunistas pululaban en cada lugar, cuando hasta
Charles Chaplin tuvo que abandonar el país, hostigado por las acusaciones de
ser un traidor comunista, hubo una película que, bien mirada con atención,
refleja los miedos de aquella época: La
guerra de los mundos.
Recordemos: era
1953 y nadie sabía lo que pasaba detrás de la cortina de hierro. ¿Qué tan
avanzada era la tecnología de la URSS? ¿Qué armas poderosas habían desarrollado? ¿Habían fabricado aeronaves
capaces de surcar el territorio norteamericano de modo invisible? Y la peor
pregunta de todas: ¿Nos atacarán en algún momento? En La guerra de los mundos el ataque llega a EEUU desde el cielo,
desde Marte, un planeta tan rojo como los
malditos comunistas y con una tecnología ante la cual las armas del USA Army parecían de juguete. Es
historia conocida la histeria colectiva
que provocó la transmisión radial de Orson Welles de dicha obra.
La Guerra
de los mundos fue una perfecta alegoría de la paranoia de los años 50.
En el 2005,
Spielberg hizo una remake, con Tom Cruise como protagonista, cuando el miedo
por el comunismo era apenas un recuerdo lejano. El enemigo era otro. Ahora aguardaba
pacientemente enquistado en las mismas entrañas del país, como células dormidas, el
momento de perpetrar un ataque. Así había ocurrido en el ataque a las Torres Gemelas.
Así ocurrió en la película: el enemigo, un día cualquiera, tras hibernar
durante años bajo tierra, recibe la orden de despertarse y emerger para atacar.
La metáfora se adaptó a los tiempos para que pudiese tocar las fibras del
nuevo miedo norteamericano.
Hoy, con Bin Laden
muerto, aquel miedo tiende a disiparse y Hollywood tiene un nuevo cliché: los
zombis. Los hay por doquier y a veces cuesta entender tanta fascinación por
una temática limitada y bastante menos artística que el western o la ciencia ficción. Sin embargo, allí
están. Los hay lentos como en las películas de George Romero o la serie Walking Dead; veloces y fuertes como en
el film Soy Leyenda o muy ágiles y
rápidos como en la reciente World War Z, en
la que los muertos vivos forman enormes torres humanas capaces de sortear un muro colosal y hasta derribar un helicóptero.
Esa escena, la de
los zombis apilándose para ingresar a la fortificación donde los hombres sanos
tratan de resguardarse, impresiona por su grandiosidad. El director muestra a
los zombies de arriba y de lejos, para fortalecer la idea de una marea humana
atacando la ciudad aterrorizada. Pero a la distancia, tan ágiles, tan
desesperados, tan dispuestos a todo con tal de alimentarse, los zombis no
parecían tales; parecían hombres comunes, hambreados. A la distancia, los
zombis se ven como si fuesen pobres. Pobres que quieren a cualquier costo aquello que hay detrás de los gigantescos muros. Tal vez fue mi imaginación,
pero desde entonces no puedo sacarme la idea de que hay una metáfora allí: la
nueva paranoia son los pobres. Los que no pueden sortear los muros que separan
la frontera de México; los que, en su desesperación, son capaces de amontonarse
en una bodega de barco para llegar a la rica Europa. Por los que lloró el papá
Francisco en Lampedusa, ciudad ante cuyas aguas murieron miles y miles
de hombres movidos por la esperanza de una vida mejor.
La crisis
norteamericana hizo que quebraran ciudades como Detroit y que gente que hasta
hace poco era de clase media termine viviendo en la calle. Esas personas que
hasta ayer eran normales, con las
cuales compartían cócteles y barbacoas, ¿no se enfermaron de pobreza? ¿No pasaron a ser menos humanos? Y al ser menos humanos ¿tienen los mismos derechos
que alguien que tuvo la virtud de sortear la crisis o estar del lado de los
millonarios exitosos? Después de todo, los pobres son los parias del sueño americano.
Y la situación
tiende a agravarse, porque si algo caracteriza al mundo globalizado, donde
impera el neoliberalismo, es que cada vez los ricos son más ricos y los pobres
se multiplican exponencialmente. Y no solo en África y México: ya se los ve en
las calles de New York pidiendo una vida digna ante la mirada embebida en
sorna, varios pisos arriba, de los millonarios amurallados de Wall Street.
La canción de Serú
Giran termina asegurando que “Hollywood está desierto, tengo que volver al
sol”. Más allá de que se trate de otras de esas metáforas geniales de Charly
(la industria del cine es una gigantesca mentira, un artificio vacío), me
gustaría decir que Hollywood no parece
para nada desierto. Todo lo contrario. Se ha superpoblado de zombis deseosos
de comer gente normal, la última
metáfora del cine.