miércoles, 12 de marzo de 2014

Los zombis de Lampedusa


Hace unos días me re encontré con la hermosa Canción de Hollywood de Serú Girán. En su época más ácida; cuando Charly García ninguneaba a la meca del cine:

“luz de gas, el cielo es tan azul pintado,
la ciudad un decorado: vidrio, cartón y aserrín”

La letra describía al Hollywood de la época dorada, el de las grandes estrellas. Hoy el papel pintado se reemplazó con una pantalla verde más post producción por software.

Hollywood ha sido (y es) muchas cosas: entretenimiento   en estado puro, un ariete ideológico del imperialismo cultural norteamericano, un divulgador del American way of life, un formidable aparato de propaganda. Tan conscientes estaban los estadounidenses del poder de las películas, que ya en la década del 30, los productores de cine, se suscribieron al Código Hays; una serie de reglas restrictivas a las que se atenían para filmar únicamente películas que promoviesen los valores tradicionales de EEUU. Los cineastas se censuraron incluso antes de que el senador McCarthy confeccionara sus listas negras de cientos de actores, guionistas y directores, sospechados de filo comunistas.
Nada es inocente en la cuna del cine pero, justo es decirlo, nadie ha criticado a Hollywood de forma tan certera como Hollywood mismo. En pleno macartismo surgieron películas emblemáticas que hicieron alusión a lo que pasaba en las mismas entrañas del monstruo del séptimo arte. Un ejemplo de ellas es High Noon  de  Fred Zinnemann, conocida en nuestros pagos como A la hora señalada, con una inolvidable actuación de Gary Cooper y una bellísima Grace Kelly. El guionista fue Carl Foreman quien  eligió el género western para desarrollar una alegoría de la caza de brujas de McCarthy de la cual era víctima. Foreman estaba dolido porque sus amigos lo habían dejado de lado, lo habían abandonado cobardemente al enterarse de que integraba las listas negras de la comisión de McCarthy. En High Noon el comisario del pueblo interpretado por Gary Cooper se entera de que un peligroso preso que el mismo había mandado a prisión, regresa para vengarse. Para matarlo, por si no quedó claro. Todos dejaron sólo al comisario: su ayudante, el juez, el pastor de la iglesia, una ex amante, sus amigos que no entienden porque no huye y hasta su mujer (al menos al principio). Todo el pueblo le da vuelta la cara, como todo Hollywood le había dado la espalda a Foreman. Los mismos que hasta hacía media hora lo adulaban, lo abandonaron.
High Noon, aparte de una obra de arte, es una película de izquierda. Se dice que John Wayne y el director Howard Hawks se sintieron ofendidos, pues un sheriff no podía pedir ayuda ni demostrar miedo. 


 
La réplica de la derecha tardó siete años en llegar, pero fue una clara respuesta a la cinta de Zinnemann: En Río Bravo, dirigida por Howard Hawks, el sheriff encarnado por John Wayne se negó a aceptar la ayuda que le ofrecían una y otra vez en una situación bastante similar a la de High Noon. También es justo decir que se trató de una gran película.
Hollywood ha recurrido una y otra vez a las metáforas para expresar los miedos y las fobias que le provocaban los que ellos consideraban una amenaza. Y las amenazas han ido cambiando con el paso de los años: en la época de la guerra fría, cuando los norteamericanos sentían que los comunistas pululaban en cada lugar, cuando hasta Charles Chaplin tuvo que abandonar el país, hostigado por las acusaciones de ser un traidor comunista, hubo una película que, bien mirada con atención, refleja los miedos de aquella época: La guerra de los mundos.
Recordemos: era 1953 y nadie sabía lo que pasaba detrás de la cortina de hierro. ¿Qué tan avanzada era la tecnología de la URSS? ¿Qué armas poderosas habían  desarrollado? ¿Habían fabricado aeronaves capaces de surcar el territorio norteamericano de modo invisible? Y la peor pregunta de todas: ¿Nos atacarán en algún momento? En La guerra de los mundos el ataque llega a EEUU desde el cielo, desde  Marte, un planeta tan rojo como los malditos comunistas y con una tecnología ante la cual las armas del USA Army parecían de juguete. Es historia conocida la histeria colectiva  que provocó la transmisión radial de Orson Welles de dicha obra.
La  Guerra de los mundos fue una perfecta alegoría de la paranoia de los años 50.
En el 2005, Spielberg hizo una remake, con Tom Cruise como protagonista, cuando el miedo por el comunismo era apenas un recuerdo lejano. El enemigo era otro. Ahora aguardaba pacientemente enquistado en las mismas entrañas del país, como células dormidas, el momento de perpetrar un ataque. Así había ocurrido en el ataque a las Torres Gemelas. Así ocurrió en la película: el enemigo, un día cualquiera, tras hibernar durante años bajo tierra, recibe la orden de despertarse y emerger para atacar. La metáfora se adaptó a los tiempos para que pudiese tocar las fibras del nuevo  miedo norteamericano.


Hoy, con Bin Laden muerto, aquel miedo tiende a disiparse y Hollywood tiene un nuevo cliché: los zombis. Los hay por doquier y a veces cuesta entender tanta fascinación por una temática limitada y bastante menos artística que el western  o la ciencia ficción. Sin embargo, allí están. Los hay lentos como en las películas de George Romero o la serie Walking Dead; veloces y fuertes como en el film Soy Leyenda o muy ágiles y rápidos como en la reciente World War Z, en la que los muertos vivos forman enormes torres humanas capaces de sortear un muro colosal  y hasta derribar un helicóptero.
Esa escena, la de los zombis apilándose para ingresar a la fortificación donde los hombres sanos tratan de resguardarse, impresiona por su grandiosidad. El director muestra a los zombies de arriba y de lejos, para fortalecer la idea de una marea humana atacando la ciudad aterrorizada. Pero a la distancia, tan ágiles, tan desesperados, tan dispuestos a todo con tal de alimentarse, los zombis no parecían tales; parecían hombres comunes, hambreados. A la distancia, los zombis se ven como si fuesen pobres. Pobres que quieren a cualquier costo aquello que hay detrás de los gigantescos muros. Tal vez fue mi imaginación, pero desde entonces no puedo sacarme la idea de que hay una metáfora allí: la nueva paranoia son los pobres. Los que no pueden sortear los muros que separan la frontera de México; los que, en su desesperación, son capaces de amontonarse en una bodega de barco para llegar a la rica Europa. Por los que lloró el papá Francisco en Lampedusa, ciudad ante cuyas aguas murieron miles y miles de hombres movidos por la esperanza de una vida mejor. 

La crisis norteamericana hizo que quebraran ciudades como Detroit y que gente que hasta hace poco era de clase media termine viviendo en la calle. Esas personas que hasta ayer eran normales, con las cuales compartían cócteles  y barbacoas, ¿no se enfermaron de pobreza? ¿No pasaron a ser menos humanos? Y al ser menos humanos ¿tienen los mismos derechos que alguien que tuvo la virtud de sortear la crisis o estar del lado de los millonarios exitosos? Después de todo, los pobres son los parias del sueño americano.
Y la situación tiende a agravarse, porque si algo caracteriza al mundo globalizado, donde impera el neoliberalismo, es que cada vez los ricos son más ricos y los pobres se multiplican exponencialmente. Y no solo en África y México: ya se los ve en las calles de New York pidiendo una vida digna ante la mirada embebida en sorna, varios pisos arriba, de los millonarios amurallados de Wall Street.


La canción de Serú Giran termina asegurando que “Hollywood está desierto, tengo que volver al sol”. Más allá de que se trate de otras de esas metáforas geniales de Charly (la industria del cine es una gigantesca mentira, un artificio vacío), me gustaría decir  que Hollywood no parece para nada desierto. Todo lo contrario. Se ha superpoblado de zombis deseosos de comer gente normal, la última metáfora del cine.